Me sorprendí a mi misma de nuevo, cuando de viajes se trata, me gusta convencerme que voy en busca de paisajes dramáticos y encuentros con seres salvaje, y para alimentar mi ego de fotógrafa, suelo soñar que volveré con material que va a trascender mi banco de imágenes. Una vez más, engañe a mis ambiciosas expectativas. Es que el universo siempre nos ofrece más de lo que siquiera podemos imaginar cuando nos exponemos a experiencias en lugares donde la naturaleza manda sin que chistemos. Mis ambiciones, fantasías y deseos quedaron muy chiquitos frente a lo que realmente encontré.
Tenía todo listo, mis dos trajes de buceo, dos pares de aletas, dos cámaras fotográficas, mi campera oceánica y mucho abrigo. Iba física y mentalmente preparada para navegar y saltar al agua cuando el capitán del barco me diera el “ok”.
Llegó el 6 de febrero, y por fin, luego de un año completo de preparación debía dejar Ushuaia, Argentina. Me embarqué hacia Puerto Williams, Chile, junto a quienes serían mis dos compañeras de expedición: Mari Murayama (ex piloto de avión) y Leigh Cole (escultora), ambas recién llegadas de Estados Unidos. Desde allí, emprendimos viaje a Punta Arenas, Chile, para poder volar a la península antártica.
Teníamos un horario de vuelo programado, pero no todo sería tan simple como tomar un vuelo a Brasil con una caipiriña en mano. No señora!. Antártida iba a hacerse desear y no sería tan cómoda. Nuestro vuelo había sido cancelado. Las condiciones climáticas, en comparación a otros años, habían estado más complicadas. Así que con frustración me fui a la cama y me comí un chocolate. Siempre pensando en acumular calorías y tener energía extra para tolerar las aguas frías en las que me iba a sumergir.
A las 12 am aproximadamente, cuando estaba a punto de cerrar mis ojos, el teléfono suena..
-Laura! A las 4am debes estar alistada, infórmale a tus compañeras, se abrirá una ventana y podremos volar!- era Paola, quien nos acompañaba en nuestra estadía en Chile. Tenía cuatro horas para dormir y estar lista para volar al destino más extremo del mundo.
La siguiente mañana, estaba poniendo mis pies en un robusto avión de DAP. Antes de subir, lo mire como si fuese una nave espacial que me llevaría a la luna, intentaba encontrar el por qué este avión era apto para llevarme hasta el destino de mis sueños. Todos los pasajeros dentro del avión teníamos un objetivo similar, pisar el destino más remoto y desolado del planeta. Algunos iban visitar familiares, otros eran exploradores, y yo, con mi propósito bien claro, subirme por primera vez a un velero y meterme al agua todas las veces que fueran posibles para cumplir con mi proyecto artístico.
Primeros pasos en el “Ocean Tramp”
“Ocean Tramp”, un velero a motor de 20 mt de eslora, nos esperaba en las orillas de la isla Rey Jorge, conocida en Argentina como isla 25 de Mayo. Allí estaba la pareja de valientes que dirigiría la expedición, al menos en los próximos 20 días. Federico Guerrero, el capitán, y Laura K.O. Smith, geóloga y anfitriona del “Ocean Tramp”. Ambos con muchos años de experiencia en navegación, tanto en la Antártida como en el resto del mundo. También estaba esperándonos, David, biólogo especializado en pingüinos, quien tenía sus propios objetivos científicos.
La charla de seguridad introdujo nuestras primeras horas sobre la embarcación. Nos encontrábamos seis personas en total y todos éramos parte de la tripulación. Cada uno tenía un rol rotativo y actividades como: limpieza, asistencia al capitán, cumplir con los objetivos diarios y hacer guardias. La seguridad estaba bajo la responsabilidad de todos.
La expedición tenía varios objetivos personales claros: explorar la Antártida con total flexibilidad, tres objetivos científicos, mi inmersión y documentación en aguas frías y el más importante, volver a casa contentos.
El recorrido y los tiempos de navegación estaban totalmente condicionados por el viento y en llegar a los sitios de refugio para pasar la noche.
Momentos de ciencia
Los seis exploradores participamos en todo. Nos asistimos mutuamente. El objetivo principal era involucrarnos y tener una colaboración activa en los proyectos científicos realizados en la Antártida. Es lo que Laura y Federico intentaban transmitirnos a través de sus conocimientos.
Con las instrucciones de Laura, desde el zodiac (gomón) recolectamos muestras de fitoplancton del agua en determinados puntos marcados por GPS. Este trabajo se estaba practicando durante toda la temporada en los mismos sitios, el objetivo es evaluar cómo afecta el derretimiento de los glaciares a la salinidad del agua y evaluar sus consecuencias en el ecosistema. Durante este proceso, chequeamos la salinidad del agua, la temperatura, visibilidad y conductividad. También, recolectamos muestras para el análisis de RNA para otro proyecto científico. Paralelamente, acompañamos y fuimos instruidos por David, quien debía recolectar plumas de pollos de pingüinos muertos para evaluar la acumulación mercurio es sus plumas, por lo que lo asistimos en sus búsquedas y documentación.
Arte y aguas heladas
Llegaba mi turno, y allí me encontraba, finalmente escuchando el grito del capitán
-“Is time to go into the water Laura!”- (es hora de ingresar al agua!).
No había tiempo para perder. Los sitios para ingresar al agua eran muy variados e inestables. En cuestiones de segundos el clima podría cambiar. Cuando aparecía la oportunidad no había que dejarla pasar.
Me equipe con mi traje húmedo de 9mm, tomé mi cámara y me embarqué en el zódiac. Mis compañeros me ayudaban a equiparme. El frío y las manos no son buenos aliados. Mi objetivo era llegar con la temperatura corporal lo más alta posible a los puntos donde ingresaría al agua. Tenía muy claro que más frío en superficie iba a significar menos tiempo en el agua. La temperatura era de unos 3° fuera del agua, y -1° en el agua. Mi primera inmersión fue en Isla Enterprise, más precisamente junto al naufragio noruego Gorvenoren. Pude realizar 6 buceos en total en toda la expedición.
A medida que iba sumando buceos y pasaban los días, mi cuerpo se iba relajando, pero cada vez toleraba menos el frío. Sentía que era acumulativo. Siempre atenta a los signos de hipotermia cuide de no llegar al límite de mi propio físico.
En el agua me esperaron grandes encuentros, tuve la oportunidad de avistar con una foca Weddel, quien me sorprendió acercándose mucho a mi cámara y un magnífico avistaje de pingüinos que escapaban de las garras de una foca leopardo.
Yo no era la única artista en la embarcación, también Leigh tenía su propósito. Con su grabadora de audio, procuro guardar los sonidos más significativos de la expedición.
Fuimos un gran equipo de desconocidos que con el correr de los días nos cuidamos como hermanos. Transitamos el duro pasaje de Drake y tardamos cuatro intensos días en tocar tierra Argentina. Hicimos guardias de turnos de 5 horas por día cada uno y desafiamos a nuestro propio cuerpo y mente al sentimiento de entregarnos por completo a la naturaleza y al océano. A ser conscientes de la lejanía y responsables de cada acto que realizáramos en la embarcación. Aprendimos a valorar el poder de lo incivilizado y aprender que no hay lugares seguros, pero tenemos el poder de ser lo más precavidos posible y estar listos para responder con sabiduría ante cualquier imprevisto.
Con mi equipo listo, me preparo para más experiencias al continente antártico y por qué no a nuevas aventuras a vela y motor!
Me gustaría cerrar esta experiencia citando al explorador Jon Krakauer
“Una estancia prolongada en un lugar salvaje y desconocido agudiza tanto la percepción del mundo exterior como del interior, y que es imposible sobrevivir en la naturaleza sin interpretar sus signos sutiles y desarrollar un fuerte vínculo emocional con la tierra y todo lo que la habita.”
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Barcos
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